Cogimos los bártulos a toda prisa y nos metimos como bien pudimos en el viejo Opel Corsa del padre de Juan. Era un día de playa en el Norte y, como suele suceder, eso parecía alterar los ánimos.
Tardamos unos veinte minutos en llegar. Juan, sus padres, la vecina vieja progre con aspecto de lesbiana y yo. Formábamos un grupo poco más que peculiar, con las sombrillas, las gafas de bucear y paquetes de tabaco para los más mayores.
Nunca había estado en aquella playa, pero en seguida me gustó. Me deshice de la camiseta a toda velocidad y fui directo a zambullirme en el agua. Juan no tardó mucho en seguirme, pero los mayores decidieron quedarse sentados sobre las toallas. Supuse que era lo normal cuando tienes una cierta edad, aunque los padres de Juan eran más jóvenes que los míos…
Actuaban con naturalidad, fumando sus pitillos y sirviendo cervezas templadas en vasos de plástico. Hablaban de cosas y eso… No adoptaban ningún tipo de papel, eran tan sólo eso, tres adultos de clase media disfrutando de un día de playa entre semana. Todo parecía ir sobre ruedas en la vieja playa, con las olas, la arena, el sol, las sombrillas… Todo era estupendo hasta que entonces lo vi. Los padres de Juan estaban en pelotas. La vieja progre no parecía alarmada, aunque ella si conservaba su ropa (supongo que eso es algo propio de quienes vivieron la posguerra). Yo me quedé a cuadros. No le dije nada a Juan –por si se ofendía o algo de eso, nunca se sabe- pero todos aquellos pelos y órganos copuladores me resultaron bastante desagradables. Hice como si no pasase nada –apuesto a que ni parecí alarmado- y la tarde transcurrió con normalidad. A las ocho recogimos las cosas y nos volvimos a apretujar para entrar en el coche. Todo parecía haber pasado hasta que entonces lo volví a ver. Los padres de Juan estaban en pelotas. La vieja progre no parecía alarmada. El padre de Juan conducía su coche, mientras que su madre se liaba un cigarrillo.
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