Una vez vino al colegio una señora a darnos una charla. Creo recordar que era escritora o algo por el estilo…
El caso es que empezó a presumir de su gran expediente académico en no-se-qué carrera universitaria de medio pelo en una universidad de poca monta.
No puedo recordar de qué había venido a hablarnos exactamente, pero si me acuerdo de cómo nos explicó que, durante su etapa académica, jamás había suspendido un examen. Por aquel entonces yo tampoco lo había hecho –debía de tener unos doce o trece años- pero, ¡demonios!, aquello me hizo desconfiar de ella, igual que me pasaría años después con los abstemios.
La charla en sí fue aburrida y, siendo franco, apenas puedo recordar tres o cuatro tonterías de la misma. Sin embargo, cuando la ponencia tocaba su fin, aquella señora decidió adoptar un tono más distendido. Optó por contarnos algunas anécdotas de su laboriosa carrera, y entre ellas hubo una que a mi me llamó especialmente la atención. Como nunca en su vida había suspendido un examen, decidió, una vez se hubo licenciado, presentarse a un examen de no-se-qué mierda de asignatura sin estudiar absolutamente nada y darse el gustazo de suspender. Nos relató con todo lujo de detalles cómo se inventó teorías, autores, demostraciones… Todo en un tono de sonrisa jocosa, como intentando impresionarnos diciendo: ‘’hey hey miradme en el fondo soy igual de pillo que vosotros’’.
Aquello me hizo reflexionar. Desde pequeño siempre he sido una persona bastante reflexiva, de las que piensan mucho las cosas después en lugar de antes. Me di cuenta de que yo tampoco había suspendido nunca pero, sin embargo, mi clase estaba llena de niños que suspendían montones de asignaturas aunque tuvieran trece años. En mi clase había personas que habían repetido, y yo las respetaba, no las odiaba por ello. Pensé que aquella anécdota quizá pudiese habido ofenderles, así que miré a algunos de ellos. Todos aplaudían y reían como hienas, aclamando a aquella mediocre mujer que quiso chulearse delante de unos pre-púberes de colegio subvencionado. Sus aplausos y carcajadas no hacían más que alimentar el fuego de aquella hoguera de soberbia y prepotencia. No tenía en nada en contra de aquella señora pero, ¿qué formas eran aquellas? ¿Acaso no pensó en aquellos niños? Yo debía de tener unos trece años, pero sabía que aquello no era justo.
Ahora esos niños y niñas que se reían estudian carreras, ocupan puestos de trabajo, otros están parados y seguro que ninguno se ha parado a pensar en lo que dijo aquella señora esa tarde.
Para ella debió de ser un triunfo, se debió de ir a casa recreándose en su magnífica ponencia en aquel colegio, un gran reconocimiento después de toda una vida de esfuerzo y dedicación al estudio y a lo que Dios quiera que se dedicase aquella señora.
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