Era un aeropuerto pequeño. El bar consistía en tres máquinas de vending y un par de mesas altas con taburetes alrededor. Desde las puertas de embarque del piso de arriba se podía ver las colas serpentear hasta los mostradores de facturación.
Bilbao, Barcelona, Madrid… Todas esas personas se dirigían a algún lugar. Yo, como de costumbre, había llegado con mucha antelación al aeropuerto y me encontraba junto a la puerta de embarque esperando a que mi vuelo saliese.
Para matar un poco el tiempo, me puse a leer por encima un libro que acababan de prestarme. Se trataba de Brooklyn Follies, de Auster, pero, siendo franco, no le estaba prestando especial atención.
Mi vista empezó a desviarse hacia el resto de personas que me rodeaban, volando como una mosca sobre una enorme multitud que esperaba a ser enlatada en un objeto volador que les llevaría a Dios-sabe-dónde. Mi mente ya empezaba a divagar, inventándose historias con los desconocidos como protagonistas, hasta que de pronto entró en mi campo de visión. Se encontraba mirando los paneles de información con aire de resignación –posiblemente su vuelo se había retrasado, igual que el mío- y su único equipaje lo formaban una pequeña maleta y su enorme bolso. Aquello, lejos de resultar contradictorio, daba un poco una idea de la clase de mujer que era…
Tendría unos 22 años y toda la pinta de ser la típica chica que siempre era la última en la cola de facturación. Como si el avión fuese poco para ella, como si el piloto, las azafatas y el resto de la tripulación tuvieran suerte de verse obsequiados con su presencia allí. Decidí observarla un poco más y, ¡bingo! mis pronósticos se cumplieron. Efectivamente, fue la última en facturar.
Desde mi posición pude observar como, poco después, corría hacia los detectores de metales y armaba un buen lío con todas las joyas que colgaban de su cuello y extremidades. La perdí de vista durante unos segundos –dichosos ángulos muertos- y, poco después, la pude ver dirigiéndose a mi puerta de embarque. Aquello no hizo más que excitarme, al fin y al cabo volábamos a la misma ciudad y, si la probabilidad se mostraba amable conmigo –aunque nunca solía hacerlo- puede que hasta nos tocara sentarnos juntos.
Me imaginé la conversación… Empezaríamos con alguna tontería para romper el hielo, después pasaríamos a los formalismos y, ya por último, intimaríamos algo más. Ella también se habría trasladado a la misma ciudad que yo por motivos de trabajo. Viviría allí pero viajaría bastante, ya que se trataría de su primer empleo y estarían dándole bastante caña… Nos cambiaríamos los números, quedaríamos en llamarnos para tomar algo y todas esas cosas tan propias del ritual del cortejo para, finalmente, acabar viviendo felices tiempo después. Siempre podríamos contar a nuestros hijos la bonita historia del flechazo con el pasajero del asiento de al lado del avión…
¡Maldita sea! Otra vez me había puesto a divagar y, para cuando quise darme cuenta, ya estaba esperando para recoger mi maleta en la cinta. Intenté buscarla pero, como dije con anterioridad, sólo llevaba equipaje de mano…